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Caminatas  |     17.04.2023

Lerma y Lavalleja

La casa donde nació tu madre no existe más.

 

Voy por adentro, subo por Jufré, a la izquierda aparece una iglesia con la bandera de Taiwán. Continúo, tengo que ir a ver qué hay en ese lugar. Cuando nació mamá era un conventillo de españoles, italianos del norte, del centro y del sur, un húngaro. Cuando querían comprar zucca tenían que decir zapallo, cuando necesitaban un bolígrafo, lo que buscaban era una penna. Me parece divertido que la pluma de escribir se anuncie así, como algo ligado al dolor.

 

La casa donde tu mamá nació tu madre no existe más, me dice una de mis tías, la de lengua bífida, ahora es un edificio espejado .

 

Camino una cuadra más. Llego, no es estrictamente espejado, gran parte es de vidrio, se puede ver el interior de cada departamento, tiene balcones rectangulares y las terminaciones aburren. 

No recuerdo la última vez que pasé, pero sí las anteriores. Fue antes del viaje al sur, donde viví algunos años. Todas aquellas veces que visité ese lugar Mingo estaba sentado en el umbral. 

Hola Mingo, le decía al pasar. Hola nene, vení, saludame, me respondía. Yo me acercaba para que pregunte cómo estaba mi papá, cómo estaba mi mamá. Con el paso del tiempo le conté que primero había muerto papá y un tiempo después mamá. Mingo cambiaba la cara y me tocaba el hombro. Era unos años más joven que mis padres y había vivido toda la vida en ese lugar.

Una tarde Mingo estaba viejo y fumaba. Era otoño y el sol estaba tapado por el paraíso plantado en la puerta. Hola Mingo, hola nene, vení. Me acerqué, ¿por qué fumas Mingo? me permitía la licencia de tutearlo y el hombre se divertía. Porque estoy aburrido, vení, sentate. Mi caminata recién había comenzado y no tenía ganas de demorarla pero ese hombre sí. Un ratito, pensé y me senté a su lado. 

Terminó el cigarrillo y habló de su juventud, de una novia que era la mina más linda de todas, pero que con los años se olvidó de su rostro. Me habló de la vez que robó un comercio y en la comisaría lo golpearon toda la noche. Me habló de varios robos que hizo y cada tanto se le escapaba una sonrisa. Tenía los dedos amarillos y la cara arrugada. Un gato apareció en un costado, caminó entre las piernas de Mingo y se fue para la calle, desapareció debajo de un auto varios metros adelante. 

Le decían Mingo, pero no era Domingo, mingo se le llama a la bola con la que comienza el billar. Había sido boxeador y en el gimnasio decían que sus nudillos eran como mingos y así es la historia de su apodo.  

¿Cuándo dejaste de boxear? le pregunté para decir algo más.

Nunca, me dijo, no se deja nunca de boxear. 

Yo le miraba las cicatrices de la cara porque las otras, las que tenía adentro, las escondía bien.

Una vez me puse los guantes en el calabozo. En Caseros, me dijo. Sonrió, dejó que el silencio hiciera una pausa, revoleó los ojos buscando la imagen en sus recuerdos. Un cobani me enfrentó y ahí nomás le dije que sí. Fue un espectáculo nene, los chorros contra los vigilantes. ¿Y cómo salió eso? pregunté. Mal, me dijo, ¿cómo querés que salga? luego se levantó con dificultad y volvió adentro. Me saludó sin ganas.

Algo pude imaginar. 

Eduardo Halfon es un escritor guatemalteco. Tiene otro apellido, Tenenbaum. Su familia es judía y árabe. Usa palabras como chisguetazo, clavero o shute. Dice cajetilla para referirse al atado de cigarros. 

Nunca leí en sus cuentos expresiones como mina o cobani, me imagino que el término chorro no tiene el mismo significado aquí que allá, en su país. 

Su abuelo también conoció a un boxeador que le dijo varias cosas, pero sobre todo le enseñó algunas palabras, un procedimiento con el lenguaje para no morir en un campo de exterminio. El boxeador era polaco.

Me alejo de la estructura de hormigón, camino unas cuadras buscando las casas viejas con ventanas abiertas. Tardo en encontrarlas, sospecho que hoy no las voy a ver.   

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